Por Elena G. de White.
“Cerca de los israelitas que se habían dedicado a la tarea de reedificar el templo, moraban los samaritanos, raza mixta que provenía de los casamientos entre los colonos paganos oriundos de las provincias de Asiria y el residuo de las diez tribus que había quedado en Samaria y Galilea. En años ulteriores los samaritanos aseveraron que adoraban al verdadero Dios; pero en su corazón y en la práctica eran idólatras. Sostenían, es cierto, que sus ídolos no tenían otro objeto que recordarles al Dios vivo, Gobernante del universo; pero el pueblo era propenso a reverenciar imágenes talladas… Oyendo ‘que los venidos de la cautividad edificaban el templo de Jehová Dios de Israel, se acercaron a Zorobabel, y a los cabezas de los padres,’ y expresaron el deseo de participar con ellos en esa construcción. Propusieron: ‘Edificaremos con vosotros, porque como vosotros buscaremos a vuestro Dios…’ Pero lo que solicitaban, les fue negado. ‘No nos conviene edificar con vosotros casa a nuestro Dios—declararon los dirigentes israelitas,—sino que nosotros solos la edificaremos a Jehová Dios de Israel, como nos mandó el rey Ciro, rey de Persia’ (Esdras 4: 1-3).
Eran tan sólo un residuo los que habían decidido regresar de Babilonia; y ahora al emprender una obra que aparentemente superaba sus fuerzas, sus vecinos más cercanos vinieron a ofrecerles ayuda. Los samaritanos se refirieron a la adoración que tributaban al Dios verdadero, y expresaron el deseo de participar en los privilegios y bendiciones relacionados con el servicio del templo. Declararon: ‘Como vosotros buscaremos a vuestro Dios.’ ‘Edificaremos con vosotros.’ Sin embargo, si los caudillos judíos hubiesen aceptado este ofrecimiento de ayuda, habrían abierto la puerta a la idolatría. Supieron discernir la falta de sinceridad de los samaritanos. Comprendieron que la ayuda obtenida por una alianza con aquellos hombres sería insignificante, comparada con la bendición que podían esperar si seguían las claras órdenes de Jehová. Acerca de la relación que Israel debía sostener con los pueblos circundantes, el Señor había declarado por Moisés: ‘No harás con ellos alianza, ni las tomarás a merced. Y no emparentarás con ellos… porque desviará a tu hijo de en pos de mí, y servirán a dioses ajenos; y el furor de Jehová se encenderá sobre vosotros, y te destruirá presto.’ ‘Porque eres pueblo santo a Jehová tu Dios, y Jehová te ha escogido para que le seas un pueblo singular de entre todos los pueblos que están sobre la haz de la tierra’ (Deuteronomio 7: 2-4; 14: 2).
Fue claramente predicho el resultado que tendría el hacer pactos con las naciones circundantes. Moisés había declarado: ‘Jehová te esparcirá por todos los pueblos, desde el un cabo de la tierra hasta el otro cabo de ella; y allí servirás a dioses ajenos que no conociste tú ni tus padres, al leño y a la piedra. Y ni aun entre las mismas gentes descansarás… (Deuteronomio 28: 64-67). Pero la promesa había sido: ‘Mas si desde allí buscares a Jehová tu Dios, lo hallarás, si lo buscares de todo tu corazón y de toda tu alma’ (Deuteronomio 4: 29)… Y ahora, habiéndose arrepentido de los males que habían atraído sobre ellos y sus padres los castigos predichos tan claramente por Moisés; habiendo vuelto con todo su corazón a Dios y renovado su pacto con él, se les había permitido regresar a Judea, para que pudieran restaurar lo que había sido destruido. ¿Debían, en el mismo comienzo de su empresa, hacer un pacto con los idólatras? ‘No harás con ellos alianza,’ había dicho el Señor; y los que últimamente habían vuelto a dedicarse al Señor ante el altar erigido frente a las ruinas de su templo comprendieron que la raya de demarcación entre su pueblo y el mundo debe mantenerse siempre inequívocamente bien trazada. Se negaron a formar alianza con los que, si bien conocían los requerimientos de la ley de Dios, no querían admitir su vigencia.
Los principios presentados en el libro de Deuteronomio para la instrucción de Israel deben ser seguidos por el pueblo de Dios hasta el fin del tiempo. La verdadera prosperidad depende de que continuemos fieles a nuestro pacto con Dios. Nunca podemos correr el riesgo de sacrificar los principios aliándonos con los que no le temen. Existe un peligro constante de que los que profesan ser cristianos lleguen a pensar que a fin de ejercer influencia sobre los mundanos, deben conformarse en cierta medida al mundo. Sin embargo, aunque una conducta tal parezca ofrecer grandes ventajas, acaba siempre en pérdida espiritual. El pueblo de Dios debe precaverse estrictamente contra toda influencia sutil que procure infiltrarse por medio de los halagos provenientes de los enemigos de la verdad. Sus miembros son peregrinos y advenedizos en este mundo, y recorren una senda en la cual les acechan peligros. No deben prestar atención a los subterfugios ingeniosos e incentivos seductores destinados a desviarlos de su fidelidad. No son los enemigos abiertos y confesados de la causa de Dios los que son más de temer. Los que, como los adversarios de Judá y Benjamín, se presentan con palabras agradables, y aparentan procurar una alianza amistosa con los hijos de Dios, son los que tienen el mayor poder para engañar. Toda alma debe estar en guardia contra los tales, no sea que la sorprenda desprevenida alguna trampa cuidadosamente escondida. Y es especialmente hoy, mientras la historia de esta tierra llega a su fin, cuando el Señor requiere de sus hijos una vigilancia incesante. Aunque el conflicto no acaba nunca, nadie necesita luchar solo. Los ángeles ayudan y protegen a los que andan humildemente delante de Dios.”
Fuente: Profetas Y Reyes Págs. 415-418