“El reino de Dios viene sin manifestación exterior. El Evangelio de la gracia de Dios, con su espíritu de abnegación, no puede nunca estar en armonía con el espíritu del mundo. Los dos principios son antagónicos. ‘Mas el hombre animal no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque le son locura: y no las puede entender, porque se han de examinar espiritualmente’ (1 Corintios 2: 14).
Pero hoy hay en el mundo religioso multitudes que creen estar trabajando para el establecimiento del reino de Cristo como dominio temporal y terrenal. Desean hacer de nuestro Señor el Rey de los reinos de este mundo, el gobernante de sus tribunales y campamentos, de sus asambleas legislativas, sus palacios y plazas. Esperan que reine por medio de promulgaciones legales, impuestas por autoridad humana. Como Cristo no está aquí en persona, ellos mismos quieren obrar en su lugar ejecutando las leyes de su reino. El establecimiento de un reino tal es lo que los judíos deseaban en los días de Cristo. Habrían recibido a Jesús si él hubiese estado dispuesto a establecer un dominio temporal, a imponer lo que consideraban como leyes de Dios, y hacerlos los expositores de su voluntad y los agentes de su autoridad. Pero él dijo: ‘Mi reino no es de este mundo’ (Juan 18: 36). No quiso aceptar el trono terrenal.
El gobierno bajo el cual Jesús vivía era corrompido y opresivo; por todos lados había abusos clamorosos: extorsión, intolerancia y crueldad insultante. Sin embargo, el Salvador no intentó hacer reformas civiles, no atacó los abusos nacionales ni condenó a los enemigos nacionales. No intervino en la autoridad ni en la administración de los que estaban en el poder. El que era nuestro ejemplo se mantuvo alejado de los gobiernos terrenales. No porque fuese indiferente a los males de los hombres, sino porque el remedio no consistía en medidas simplemente humanas y externas. Para ser eficiente, la cura debía alcanzar a los hombres individualmente, y debía regenerar el corazón.
No por las decisiones de los tribunales o los consejos o asambleas legislativas, ni por el patrocinio de los grandes del mundo, ha de establecerse el reino de Cristo, sino por la implantación de la naturaleza de Cristo en la humanidad por medio de la obra del Espíritu Santo. ‘Mas a todos los que le recibieron [por medio de la Palabra], les dio potestad de ser hechos hijos de Dios, a los que creen en su nombre: los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, mas de Dios’ (Juan 12: 12, 13). En esto consiste el único poder capaz de elevar a la humanidad. Y el agente humano que ha de cumplir esta obra es la enseñanza y la práctica de la Palabra de Dios.
Cuando el apóstol Pablo empezó su ministerio en Corinto, ciudad populosa, rica y perversa, contaminada por los infames vicios del paganismo, dijo: ‘Porque no me propuse saber algo entre vosotros, sino a Jesucristo, y a éste crucificado’ (1 Corintios 2: 2). Escribiendo más tarde a algunos de los que habían sido corrompidos por los pecados más viles, pudo decir: ‘Y esto erais algunos: mas ya sois lavados, mas ya sois santificados, mas ya sois justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios.’ ‘Gracias doy a mi Dios siempre por vosotros, por la gracia de Dios que os es dada en Cristo Jesús’ (1 Corintios 6: 11; 1: 4).
Ahora, como en los días de Cristo, la obra del reino de Dios no incumbe a los que están reclamando el reconocimiento y apoyo de los gobernantes terrenales y de las leyes humanas, sino a aquellos que están declarando al pueblo en su nombre aquellas verdades espirituales que obrarán, en quienes las reciban, la experiencia de Pablo: ‘Con Cristo estoy juntamente crucificado, y vivo, no ya yo, mas vive Cristo en mí’ (Gálatas 2: 20). Entonces trabajarán como Pablo para beneficio de los hombres. Él dijo: ‘Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio nuestro; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios’ (2 Corintios 5: 20).