“Edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo” Efesios 2:20.
LOS EDITORES.— El Heraldo del Evangelio Eterno está dedicado a “contender ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 1: 3). Esta fe no es otra que la Declaración de los Principios Adventistas de 1872. Ya es hora de traerlos a colación y proclamar al mundo que la misión del Evangelio Eterno se destaca claramente de la Conferencia General ecuménica de 1980. Declaración de Creencias y firmemente establecidos en los principios de la verdad adventista de 1872 como organización. Escritos por Jaime & Elena G. de White, Urías Smith, Hiram Edson y otros, son presentados a continuación:
Al presentar al público esta sinopsis [disposición gráfica] de nuestra fe, deseamos que se entienda claramente que no tenemos artículos de fe, credo o disciplina, aparte de la Biblia. No presentamos esto como si tuviera alguna autoridad con nuestro pueblo, ni está diseñado para asegurar la uniformidad entre ellos, como un sistema de fe, sino que es una breve declaración de lo que es y ha sido, con gran unanimidad, sostenido por ellos. A menudo nos vemos en la necesidad de enfrentar preguntas sobre este tema y, a veces, corregir declaraciones falsas que circulan contra nosotros, y eliminar impresiones erróneas que han obtenido de aquellos que no han tenido la oportunidad de familiarizarse con nuestra fe y práctica. Nuestro único objeto es presentar esta necesidad.
Como adventistas del séptimo día deseamos simplemente que se entienda nuestra posición; y somos más solícitos por esto porque hay muchos que se llaman a sí mismos adventistas [como la Conferencia General de la IASD, ubicada en Silver Spring, MD] que tienen puntos de vista [la Declaración de Creencias ASD de 1980] con los que no podemos simpatizar, algunos de los cuales, creemos, son subversivos [trastornar o alterar algo] de los principios más claros e importantes establecidos en la Palabra de Dios [como la creencia #2 y #12 de 1980]. En comparación con otros adventistas, los adventistas del séptimo día difieren de una clase en creer en el estado inconsciente de los muertos y en la destrucción final de los impíos no arrepentidos; de otra, al creer en la perpetuidad de la ley de Dios contenida sumariamente en los diez mandamientos, en la operación del Espíritu Santo en la iglesia, y en no fijar fechas para que ocurra el advenimiento; de todo, en la observancia del séptimo día de la semana como el sábado de Jehová, y en muchas aplicaciones de las escrituras proféticas. Con estas observaciones, llamamos la atención del lector a las siguientes proposiciones, que pretenden ser una declaración concisa de las características más destacadas de nuestra fe.
I. Que hay un solo Dios, un ser espiritual personal, el Creador de todas las cosas, omnipotente, omnisciente y eterno, infinito en sabiduría, santidad, justicia, bondad, verdad y misericordia; inmutable, y presente en todas partes por su representante, el Espíritu Santo (Salmos 139: 7).
II. Que hay un Señor, Jesucristo, el Hijo del Padre Eterno, Aquel por quien Dios creó todas las cosas, y por quien subsisten; que tomó sobre sí la naturaleza de la simiente de Abraham para la redención de nuestra raza caída; que habitó entre los hombres lleno de gracia y de verdad, vivió para nuestro ejemplo, murió como nuestro sacrificio, fue resucitado para nuestra justificación, ascendió a lo alto para ser nuestro único mediador en el santuario celestial, donde con su propia sangre hace expiación por nuestros pecados; dicha expiación, lejos de hacerse en la cruz, que no era más que la ofrenda del sacrificio, es la última porción de su obra como sacerdote según el ejemplo del sacerdocio levítico, que anunciaba y prefiguraba el ministerio de nuestro Señor en el cielo (Vea Levítico 16; Hebreos 8: 4, 5; 9: 6, 7).
III. Que las Sagradas Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento, fueron dadas por inspiración de Dios, contienen una revelación plena de su voluntad para el hombre, y son la única regla infalible de fe y práctica.
IV. Que el bautismo es una ordenanza de la iglesia cristiana, para seguir la fe y el arrepentimiento, una ordenanza por la cual conmemoramos la resurrección de Cristo, ya que por este acto mostramos nuestra fe en su sepultura y resurrección, y por medio de ello, de la resurrección de todos los santos en el tiempo del fin; y que ningún otro modo representa adecuadamente estos hechos que el que prescriben las Escrituras, a saber, la inmersión (Romanos 6: 3-5; Colosenses 2: 12).
V. Que el nuevo nacimiento constituye un cambio completo necesario para calificarnos para el reino de Dios, y consta de dos partes: primero, un cambio moral, forjado por la conversión y una vida cristiana; segundo, un cambio físico en la segunda venida de Cristo, a través del cual, si estamos muertos, seremos resucitados incorruptibles, y si estamos vivos, seremos transformados a la inmortalidad en un momento, en un abrir y cerrar de ojos (Juan 3: 3, 5; Lucas 20: 36; 1 Corintios 15: 52).
VI. Creemos que la profecía es parte de la revelación de Dios al hombre; que está incluida en aquella escritura que es útil para instruir (2 Timoteo 3: 16); que está diseñada para nosotros y nuestros hijos (Deuteronomio 29: 29); que lejos de estar envuelta en un misterio impenetrable, es aquello que constituye especialmente la Palabra de Dios, una lámpara a nuestros pies y lumbrera en nuestro camino (Salmos 119: 105; 2 Pedro 2: 19); que se pronuncia una bendición sobre aquellos que la estudian, (Apocalipsis 1: 1- 3); y que, en consecuencia, debe ser entendida por el pueblo de Dios lo suficiente como para mostrarles su posición en la historia del mundo, y los deberes especiales que se requieren de sus manos.
VII. Que la historia del mundo desde fechas específicas en el pasado, el surgimiento y caída de los imperios, y la sucesión cronológica de eventos hasta el establecimiento del reino eterno de Dios, están delineados en numerosas grandes cadenas de profecía; y que todas estas profecías ahora se han cumplido excepto las escenas finales.
VIII. Que la doctrina de la conversión del mundo y del milenio temporal es una fábula de estos últimos días, calculada para adormecer a los hombres en un estado de seguridad carnal, y hacer que sean sorprendidos por el gran día del Señor como un ladrón en la noche; que la segunda venida de Cristo ha de preceder, no seguir, al milenio; porque hasta que el Señor aparezca, el poder papal, con todas sus abominaciones, ha de continuar, el trigo y la cizaña crecerán juntos, y los hombres malos y los engañadores irán de mal en peor, como lo declara la Palabra de Dios.
IX. Que el error de los adventistas en 1844 se refería a la naturaleza del evento que entonces ocurriría, no al tiempo; que no se da ningún período profético que alcance hasta la segunda venida, sino que el más largo, los dos mil trescientos días de Daniel 8: 14, terminó en ese año y nos llevó a un evento llamado la purificación del santuario.
X. Que el santuario del nuevo pacto es el tabernáculo de Dios en el cielo, del cual habla Pablo en Hebreos 8 y continua, del cual nuestro Señor, como gran sumo sacerdote, es ministro; que este santuario es el antitipo del tabernáculo mosaico, y que la obra sacerdotal de nuestro Señor, unida a él, es el antitipo de la obra de los sacerdotes judíos de la dispensación anterior (Hebreos 8: 1-5, etc. Que este es el santuario que iba a ser purificado al final de los 2300 días, siendo lo que se denomina la purificación en este caso, como en el tipo, simplemente la entrada del sumo sacerdote en el lugar santísimo, para terminar la ronda del servicio relacionado con esto, borrando y quitando del santuario los pecados que le habían sido transferidos por medio de la ministración en el primer departamento (Hebreos 9: 22, 23); y que esta obra, en el antitipo, que comenzó en 1844, ocupa un espacio breve pero indefinido, al término del cual se termina la obra de misericordia para el mundo.
XI. Que los requisitos morales de Dios son los mismos para todos los hombres en todas las dispensaciones; que estos están contenidos sumariamente en los mandamientos pronunciados por Jehová desde el Sinaí, grabados en tablas de piedra y depositados en el arca, que en consecuencia se le llamó el “arca del pacto,” o testamento (Números 10: 33; Hebreos 9: 4, etc. Que esta ley es inmutable y perpetua, siendo una transcripción de las tablas depositadas en el arca en el verdadero santuario de lo alto, que también por la misma razón se llama arca del testamento de Dios; porque bajo el sonido de la séptima trompeta se nos dice que “el templo de Dios fue abierto en el cielo, y el arca de su pacto se veía en el templo” (Apocalipsis 11).
XII. Que el cuarto mandamiento de esta ley requiere que consagremos el séptimo día de cada semana, comúnmente llamado sábado, a la abstinencia de nuestro propio trabajo, y al cumplimiento de los deberes sagrados y religiosos; que este es el único sábado semanal conocido en la Biblia, siendo el día que fue apartado antes de que se perdiera el paraíso (Génesis 2: 2, 3), y que se observará en el paraíso restaurado, (Isaías 66: 22, 23). Que los hechos sobre los que se basa la institución del sábado lo limitan al séptimo día, ya que no son válidos para ningún otro día; y que los términos sábado judío y sábado cristiano, aplicados al día de descanso semanal, son nombres de invención humana, de hecho, no bíblicos y de falso significado.
XIII. Que como el hombre de pecado, el papado, pensaría en cambiar los tiempos y la ley (las leyes de Dios), (Daniel 7: 25), y ha engañado a casi toda la cristiandad con respecto al cuarto mandamiento, encontramos una profecía de una reforma a este respecto que se efectuará entre los creyentes poco antes de la venida de Cristo (Isaías 56: 1, 2; 1 Pedro 1: 5; Apocalipsis 14: 12), etc.
[LOS EDITORES: Los siguientes tres principios de fe (#14, #15 y #16) fueron insertados en 1889 sin ningún cambio a los originales, y con ellos permanecieron oficiales hasta 1931, dieciséis años después de la muerte de Elena G. de White.]XIV. Que los seguidores de Cristo deben ser un pueblo peculiar, que no sigue las máximas ni se conforma a los caminos del mundo; no amando sus placeres ni tolerando sus locuras; por cuanto el apóstol dice que “cualquiera, pues, que quiera ser,” en este sentido, “amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Santiago 4: 4); y Cristo dice que no podemos servir a dos señores, o, al mismo tiempo, servir a Dios y a las riquezas (Mateo 6: 24).
XV. Que las Escrituras insisten en la sencillez y la modestia en el vestir como una señal destacada del discipulado en aquellos que profesan ser seguidores de Aquel que fue “manso y humilde de corazón,” que el uso de oro, perlas y vestidos costosos, o cualquier cosa diseñada meramente para adornar a la persona y fomentar el orgullo del corazón natural, debe ser desechada, según tales escrituras como 1 Timoteo 2: 9, 10; 1 Pedro 3: 3,4.
XVI. Que los medios para el sostenimiento de la obra evangélica entre los hombres deben ser aportados por amor a Dios y amor a las almas, no recaudados por loterías de la iglesia, u ocasiones diseñadas para contribuir a las propensiones del pecador a complacer el apetito y la diversión, como las ferias, festivales, cenas de ostras, té, la escoba, el burro y fiestas locas, etc., que son una desgracia para la iglesia profesa de Cristo; que la proporción de los ingresos de uno requerida en la dispensación anterior no puede ser menor bajo el evangelio; que es lo mismo que Abraham, cuyos hijos somos, si somos de Cristo (Gálatas 3: 29), pagó a Melquisedec (tipo de Cristo) cuando le dio los diezmos de todo (Hebreos 7: 1-4). El diezmo es de Jehová (Levítico 27: 30); y esta décima parte de los ingresos de uno también debe complementarse con ofrendas de aquellos que pueden, para el sostenimiento del evangelio (2 Corintios 9: 6; Malaquías 3: 8, 10).
XVII. Que como el corazón natural o carnal está en enemistad con Dios y su ley, esta enemistad solo puede ser subyugada por una transformación radical de los afectos, el cambio de principios impíos por santos; que esta transformación que sigue al arrepentimiento y la fe, es obra especial del Espíritu Santo y constituye la regeneración o conversión.
XVIII. Que como todos han violado la ley de Dios, y no pueden por sí mismos rendir obediencia a Sus justos requisitos, dependemos de Cristo, primero, para la justificación de nuestras ofensas pasadas, y, segundo, para la gracia por la cual rendir una obediencia aceptable a Su santa ley en el tiempo por venir.
XIX. Que se prometió que el Espíritu de Dios se manifestaría en la iglesia a través de ciertos dones, enumerados especialmente en 1 Corintios 12 y Efesios 4; que estos dones no están diseñados para reemplazar o tomar el lugar de la Biblia, que es suficiente para hacernos sabios para la salvación, más de lo que la Biblia puede tomar el lugar del Espíritu Santo; que, al especificar los diversos canales de su operación, ese Espíritu simplemente ha hecho provisión para su propia existencia y presencia con el pueblo de Dios hasta el fin de los tiempos, para conducirlo a la comprensión de esa palabra que había inspirado, para convencer de pecado, y obrar una transformación en el corazón y en la vida; y que aquellos que niegan al Espíritu su lugar y operación, niegan claramente la parte de la Biblia que le asigna este trabajo y posición.
XX. Que Dios, de acuerdo con sus tratos uniformes con la raza, envía una proclamación de la proximidad de la segunda venida de Cristo; y que esta obra está simbolizada por los tres mensajes de Apocalipsis 14, el último que trae a la vista la obra de reforma de la ley de Dios, para que su pueblo adquiera una disposición completa para ese evento.
XXI. Que el tiempo de la purificación del santuario (ver proposición X), sincronizado con el tiempo de la proclamación del tercer mensaje, es un tiempo de juicio investigador, primero, con referencia a los muertos, y al final del tiempo de gracia con referencia a los vivos, para determinar quiénes de las miríadas que ahora duermen en el polvo de la tierra son dignos de una parte en la primera resurrección, y quiénes de sus multitudes vivas son dignos de ser trasladados, puntos que deben determinarse antes de que aparezca el Señor.
XXII. Que la tumba, ya sea que todos tendamos, expresada por el hebreo “Seol” y el griego “hades,” es un lugar de oscuridad en el que no hay obra, ni trabajo, ni ciencia, ni sabiduría (Eclesiastés 9: 10).
XXIII. Que el estado al que nos reduce la muerte es de silencio, inactividad y total inconsciencia (Salmos 146: 4; Eclesiastés 9: 5, 6; Daniel 12: 2, etc.)
XXIV. Que a la trompeta final, los justos vivos serán transformados en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, y con los justos resucitados serán arrebatados para recibir al Señor en el aire, para estar para siempre con el Señor.
XXV. Que estos inmortalizados son luego llevados al cielo, a la Nueva Jerusalén, la casa del Padre, en la cual hay muchas moradas (Juan 14: 1-3), donde reinarán con Cristo mil años, juzgando al mundo y a los ángeles caídos, eso es, designar el castigo que se ejecutará sobre ellos al final de los mil años (Apocalipsis 20: 4; 1 Corintios 6: 2, 3); que durante este tiempo la tierra se encuentra en una condición desolada y caótica (Jeremías 4: 23-27), descrito, como al principio, por el término griego abussos pozo sin fondo (Septuaginta de Génesis 1: 2); y que aquí Satanás está confinado durante los mil años (Apocalipsis 20: 1, 2), y aquí será finalmente destruido (Apocalipsis 20: 10; Malaquías 4: 1); el teatro de la ruina que ha forjado en el universo, siendo apropiadamente hecho para este tiempo, su sombría prisión, y luego el lugar de su ejecución final.
XXVI. Que al final de los mil años, el Señor desciende con su pueblo y la Nueva Jerusalén (Apocalipsis 21: 2), los impíos muertos resucitan y suben sobre la superficie de la tierra aún no renovada, y se reúnen alrededor de la ciudad, el campamento de los santos (Apocalipsis 20: 9), y desciende fuego de Dios del cielo y los devora. Luego son consumidos raíz y rama (Malaquías 4: 1), llegando a ser como si no hubieran existido (Abdías 1: 15, 16). En esta destrucción eterna de la presencia del Señor (2 Tesalonicenses 1: 9), los impíos encuentran el castigo eterno que los amenazaba (Mateo 25: 46). Esta es la perdición de los hombres impíos, el fuego que los consume, siendo el fuego para el cual están reservados “los cielos y la tierra que existen ahora,” el cual derretirá aun los elementos con su intensidad, y limpiará la tierra de las manchas más profundas de la maldición del pecado (2 Pedro 3: 7-12).
XXVII. Que los nuevos cielos y la nueva tierra brotarán por el poder de Dios de las cenizas de lo antiguo, para ser, con la Nueva Jerusalén como su metrópoli y capital, la herencia eterna de los santos, el lugar donde morarán los justos para siempre (2 Pedro 3: 13; Salmos 37: 11, 29; Mateo 5: 5).